Emigrante
Niñez y juventud pasé en el campo
ocupado en el trajín de las faenas
cuando niño cuidando del ganado
cuando mozo en las más duras tareas.
Tomé a mi oficio devoción y apego
y quedé para siempre enamorado
de los campos y montes de mi tierra
de sus valles, los pastos y el ganado.
Amé a esta tierra y su paisaje austero
a sus montes de robles y de pinos
y sentí la alegría y el orgullo
de ser un bravo mozo campesino.
Aprendí la enseñanza de mis padres
que, para recoger dorados frutos,
primero hay que poner mucho trabajo
y pagar con sudor nuestro tributo.
Para hacer mis trabajos en el campo
me gustaba salir por las mañanas
escuchando el gorjeo de las aves
y el alegre tañer de las campanas.
Me vieron las alondras mañaneras
caminar con mi yunta hacia los pagos
y ocultos en las pajas del rastrojo
oyeron mis canciones de muchacho.
Con la mano apoyada en la mancera
surco arriba marchando y surco abajo
labraba yo las tierras de mis padres
poniendo fe y empeño en mi trabajo.
Reparaba las cercas en invierno
los barbechos araba en primavera
recogía las mieses en verano
y volvía a sembrar en sementera.
Siguiendo yo el ejemplo de mi padre
cuidaba del ganado con esmero
teniendo siempre limpios y lustrosos
las vacas, las novillas y terneros.
Fueron los campos los testigos mudos
de mis trabajos en la agricultura
donde yo puse una ilusión rayana
en candor de inocente criatura.
Pronto llegaron duros desengaños
que de manera brusca me dijeron
que en el campo te dura la alegría
lo que el trigo te dura en el granero.
Más de una vez mis ojos se nublaron
y lágrimas rebeldes me amargaron
cuando vi que la helada o la sequía
el fruto de mi esfuerzo se llevaron.
Me volví taciturno y pesaroso
ya no había en el campo poesía
sólo veía el áspero rastrojo
y un barbecho que nada me decía.
Perdida la ilusión en mi trabajo
las faenas del campo me pesaban
no encontraba motivo ni aliciente
que a seguir en mi empeño me animaran.
Ni los días espléndidos de mayo
cuando la primavera sonreía
ni las tibias mañanas otoñales
lograron devolverme la alegría.
No había entonces subvenciones ni ayudas
que a seguir en el campo me alentaran
sólo contaba con mi propio esfuerzo
y unas tierras que el fruto me negaban.
Por eso un día decidí dejarlo
me despedí de cuanto amado había
y me vine buscando otro trabajo
donde pudiera rehacer mi vida.
Sería yo un ingrato si dijera
que me han tratado mal en esta tierra
me dieron un trabajo y un salario
y una casa a pagar “cuando pudiera”.
Aquí logré criar a mi familia
y educarla como exigen los tiempos
y aunque no pueda presumir de rico
con esto estamos felices y contentos.
Que aquí encontré ventajas es lo cierto
pero yo sigo estando enamorado
de los campos y valles de mi tierra
de las fuentes, los pastos y el ganado.
Cautivo de recuerdos y añoranzas
todavía me siento desterrado
¡Este no es el cielo de Castilla!
¡Estos no son los campos que yo he amado!.
Firmado: Vicencio Eduardo Medina Diez
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