Valle de Fresno
Apartado de ruidos y rumores
hay un lejano valle amplio y extenso
donde mi padre poseía una finca
que siempre se llamó Huerta de Fresno.
Cada vez que visito aquellas tierras
me trae a la memoria mil recuerdos
la brisa perfumada de aquel valle
que huele a manzanilla y a poleo.
Allí pasé una parte de mi vida
recogiendo la hierba en el verano
repodando las zarzas y los sauces
repasando alambradas y vallados.
Cuando la primavera retornaba
y el campo se vestía de colores
el espacioso prado de la finca
parecía una sábana de flores.
Anidaban en aquellos parajes
urracas, picatueros y torcaces,
tórtolas, gavilanes y cuervos
y toda clase de aves montaraces.
Una fuente que fluye mansamente
rodeada de juncos y mimbrales
me invitaban al reposo y al sosiego
en los ardientes días estivales.
¡Cuantas veces mi sed y mi fatiga
alivió aquella fuente placentera
haciendo mi labor más sosegada
haciendo menos dura mi tarea!
Estaba el prado limpio y bien cuidado
atendida la finca y bien cercada
el agua de la fuente limpia y fresca
puro el aire que allí se respiraba.
Tan sólo perturbaban el silencio
en tan ameno y sosegado valle
el rumor agradable de la brisa
y el canto melodioso de las aves.
Aquel callado mundo me inspiraba
los más puros y tiernos ideales
amor a mi familia y a mi tierra
cariño hacia mis nobles animales.
Apacentaba yo cuando era un niño
las vacas y la yegua de mi padre
y a orillas de la fuente saboreaba
la merienda que me daba mi madre.
Cuando era sólo un niño y me aburría
me entretenía dando columbretas
o mirando la cría de la yegua
que hacía cabriolas y piruetas.
Capturaba saltamontes y grillos
en la fuente libélulas y ranas
y cogía algún pájaro de cría
que caía de lo alto de las ramas.
Conocía de norte a sur el valle
del último rincón hasta el primero
y buscaba en los huecos de los sauces
nidos de los pintados picatueros.
Había en nuestra casa por entonces
una vaca llamada Macarena
un toro al que llamábamos Pernales
y una yegua que se llamaba Perla.
Aquella hermosa yegua con su cría
causaba admiración por donde iba
un ejemplar de raza percherona
que era orgullo de toda mi familia.
También estaban la Chata y la Paloma,
la Bonita, la Airosa, la Artillera
y otra vaca de leche y de trabajo
que mi padre llamaba Bandolera.
Por las mañanas al rayar el día
salía con mis vacas y mi yegua
y recorría aquel largo camino
que va desde mi pueblo hasta las huerta.
Anidaban en la rama de un sauce
dos urracas chillonas y parleras
que al verme alborotaban todo el valle
con sus graznidos de aves pendencieras.
Alguna vez intenté llegar al nido
y apoderarme de sus crías con maña
pero tuve que desistir de mi idea
por temor a romper la débil caña.
Al llegar el calor del mediodía
parecía que el campo dormitaba
el ganado se acostaba a la sombra
el soplo de la brisa se paraba.
yo también me quedaba mudo y quieto
y estático y absorto contemplaba
la quietud y el silencio del paisaje
y el rumiar sosegado de las vacas.
Corre por aquel valle un arroyuelo
formando algunas charcas muy pequeñas
que se nutre de unas fuentes del monte
que se llaman Fuentes de las Cigüeñas.
Cuando llegan los meses de verano
el caudal del arroyo va menguando
y queda sólo el agua de las charcas
que sirve para abrevar a los ganados.
Pues en aquellas reducidas charcas
donde beben las yeguas y las vacas
pasaba yo algún rato chapoteando
e intentando pescar alguna rana.
Una tarde que estaba como siempre
cuidando de las vacas y la yegua
en un pasto que existe en aquel valle
pero que queda fuera de la huerta,
al recoger unas cañas de menta
vi salir de la charca una culebra
que prontamente se ocultó en los juncos
enseñando su fina y larga lengua.
Aquel bicho creció tanto en mi mente
que hasta llegué a sentir algo de miedo
pensando que en aquel pozo vivía
una serpiente de al menos metro y medio.
Otro día metí mi débil mano
de forma temeraria e imprudente
en el hueco de un sauce que crecía
solitario a la orilla de la fuente.
Salió de allí una nube de abejorros
que me hicieron correr despavorido
y restregarme entre la fresca hierba
hasta que regresaron a su nido.
Cuando logré reponerme del susto
y estaba refrescándome en la fuente
noté como se hinchaba mi cabeza
así como los ojos y la frente.
En otra ocasión trepé hasta un nido
que antaño había sido de milanos
pero que ahora salió de allí una rata
que a punto estuvo de morder mi mano.
Mi peor aventura fue que un día
vi volar desde un sauce un picatueros
aves que, como todo el mundo sabe,
hacen su nido en los agujeros.
Con esfuerzo logré subir al sauce
e introducir mi mano en aquel hueco
pero luego no podía sacarlo
y allí quedé cautivo y prisionero.
Me dieron ganas de pedir ayuda
más comprendí que aquello era un desierto
y que, por tanto, nadie acudiría
a sacarme de aquel atolladero.
Así que porfiando y porfiando
logré sacar mi brazo de aquel hueco;
me quedó tan maltrecho y magullado
que me estuvo doliendo un mes entero.
Era la yegua Perla corpulenta
era yo tan pequeño, ella tan alta,
que para cabalgar sobre su lomo
la obligaba a meterse en una zanja.
Otras veces la arrimaba a un ribazo
y desde allí, dando un pequeño salto,
me agarraba con fuerza de sus crines
y trepaba de la yegua a lo alto.
Menos mal que la Perla era tan noble
que a todos esos juegos se prestaba
yo creo que la yegua comprendía
lo débil e indefenso que yo estaba.
Esperaba a que llegase la noche
porque mi padre siempre comentaba
que a esas horas refrescaba la hierba
y el ganado mejor así pastaba.
Pero cuando las sombras avanzaban
y se acallaba el canto de las aves
mi ánimo de niño vacilaba
en aquellas inmensas soledades.
Pensaba que entre el monte y la maleza
cien ojos agresivos me observaban
y buscaba el amparo de las vacas
que mi temor y angustia sosegaban.
Luego, montado ya sobre la Perla
y su cría siguiéndole las huellas,
emprendíamos la larga caminata
debajo de una bóveda de estrellas.
Yo siempre regresaba cantando
y las vacas con sus torpes andares
parecía que el paso acomodaban
al ritmo y al compás de mis cantares.
Con mi voz infantil las animaba:
“¡Vamos Paloma, Chata, Bandolera!
¡Hoy ya hemos terminado la jornada
y en casa la familia nos espera!”
He vuelto a visitar aquellos campos
¡Cuanta pena y angustia me ha causado!
¡Que desnudo y que triste está el paisaje!
¡Aquel valle qué solo y qué olvidado!
Aunque hayan transcurrido tantos años,
aunque todo se olvida con el tiempo
todavía me siento emocionado
recordando aquel Valle de Fresno.
Firmado: Vicencio Eduardo Medina Díez
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