Nostalgia
Siempre me ha gustado
(desde muy pequeño)
salir por los campos
cerca de mi pueblo
y ver los sembrados
de trigo y centeno
los prados, las viñas,
los frondosos huertos,
sotos y alamedas
de árboles inhiestos,
los enormes robles
que hay en el rodeo,
los valles del monte,
tan verdes, tan frescos,
pastar los ganados,
oír los cencerros,
ladrar los mastines,
balar los corderos,
beber en las fuentes
y en los arroyuelos,
charlar con pastores
rudos y sinceros
que son mis amigos,
que me hablan del tiempo,
que saben y cuentan
sabrosas historias
de lobos y perros.
Pensando estas cosas
un día de mayo
que fui de paseo
por esos rastrojos,
por esos barbechos,
casi sin pensarlo,
casi sin quererlo,
me fui caminando
al Valle de Fresno.
Sentí tal congoja,
tal desasosiego,
me dio tanta pena
contemplar aquello
tan solo, tan triste,
tan árido y yerto
como las estepas,
como los desiertos.
Mentira parece
que lo que en un tiempo
fue un valle frondoso
lleno de frescura
limpio y cultivado
se haya convertido
en aquel paraje
triste y desolado.
Quedan cuatro sauces
viejos y marchitos
y entre todos ellos
no he visto ninguno
que tenga en sus ramas
tan siquiera un nido.
No queda allí nada
de lo que algún día
me llenó de gozo
cuando yo era un niño
cuando yo era un mozo
cuando cada día
montado en la Perla
guiaba las vacas
hasta aquella huerta.
Allí respiraba
la brisa del valle
suave y perfumada
cargada de aromas
llena de fragancia
impregnada de olor
a tomillo
menta y mejorana,
cuando de muchacho
por robles y sauces
trepaba ligero
buscando los nidos
de urracas y cuervos,
cuando, con mi padre,
segaba la hierba
cuando él me enseñaba
a limpiar la huerta
de zarzas, espinos,
abrojos, malezas,
a hacer estacadas,
reparar las cercas,
cuidar de las vacas,
cuidar de la yegua.
En aquella fuente
tan clara y serena
bebía un buen trago
de agua limpia y fresca
me sentaba luego
en la blanda hierba
y saboreaba
la rica merienda
que cada mañana
mi madre me daba.
¡Qué buenos chorizos
los que ella embutía,
los que ella adobaba!
¡Qué pan tan sabroso
el que ella amasaba
con amor y esfuerzo,
con sudor y lágrimas,
cansada por penas
que nunca faltaban!
Alí ya no hay nada
que a mí me interese
que a mí me distraiga
que a mí me consuele:
ni corre el arroyo
ni mana la fuente
ni las aves cantan
ni la hierba crece.
Ya no hay en las cercas
zarzales floridos
en los que anidaban
tórtolas y urracas,
zorzales y mirlos
ni llegan los tordos
en grandes bandadas
a limpiar el prado
de orugas y larvas;
ni cruzan el valle
en rápido vuelo
raudas y veloces
atemorizadas
palomas torcaces
viéndose acosadas
por los gavilanes,
halcones y azores
que son unas aves
voraces y audaces
y que se conocen
como aves rapaces.
Pasan los rebaños,
pace que te pace,
trisca que te trisca,
que arrasan el valle
y lo desertizan.
Cayó derribada
aquella caseta
donde yo encerraba
vacas y terneras
en las otoñadas.
Allí sólo encuentro
olvido, abandono,
soledad, tristeza
que me causa angustia
que me da jaqueca
que me trae nostalgia,
dolor de cabeza.
Me asaltan recuerdos
que a mí me sublevan,
que a mí me deprimen,
que a mí me marean,
me ponen enfermo,
me traen mucha pena
me arrancan suspiros
y hasta alguna lágrima
¡me cachis en diela!
Triste y abatido
recliné un momento
mi cansada frente
en el grueso tronco
de un árbol que crece
cerca de la fuente.
Aquel viejo sauce
que en días lejanos
fue mudo testigo
de mis travesuras
y juegos de niño.
En aquel ameno
rincón, tan querido,
me hice una promesa,
(casi un juramento):
¡No he de volver nunca
al Valle de Fresno!